¿Cómo será la “nueva normalidad”? Según Erick Huerta, de nuestro miembro Rhizomatica, es una historia que escribiremos a partir de las lecciones aprendidas. Una de ellas es la resiliencia de las comunidades al encierro. Compartimos a continuación sus reflexiones, publicadas originalmente en el blog de Comunicares.
Al revisar las noticias en estos tiempos de pandemia, sobre todo las relativas al sector de telecomunicaciones en que me desempeño, pareciera ser que necesariamente la “nueva normalidad” post-Covid es una donde las Tecnologías de Información y Comunicación (TIC), juegan un papel trascendental, sobre todo en sus vertientes más horrorizantes asociadas con la vigilancia, como la inteligencia artificial.
Parece que sobrevivimos gracias a Amazon o a la fabulosa posibilidad de que todo movimiento sea monitoreado a través de nuestro celular, o porque con ayuda de las TIC los y las niñas pueden seguir teniendo clases, sin importar que, sobre todo en estos últimos casos, los resultados no sean nada gratificantes.
Me sorprende que en esta nueva realidad sea más visible el papel de las tecnologías que los problemas centrales que las hacen necesarias y que tendríamos que pensar en resolver, en vez de tratar de mitigar sus efectos a través de tales innovaciones.
Tengo la fortuna de trabajar con comunidades indígenas, de estar pasando la cuarentena en una zona rural y ser vecino de un amigo que siembra bajo un modelo de permacultura.
La resiliencia de estas comunidades, no al virus, sino al estado de sitio que la pandemia ha creado, es impresionante. Muchas de ellas siguen llevando a cabo su vida cotidiana básicamente sin alteraciones, solo han cerrado el ingreso de personas ajenas a las mismas. Una gran parte de los municipios que permanecen libres de COVID-19 son municipios indígenas.
Cuando algunos periodistas se han acercado a mí con la preocupación de que la niñez de las comunidades indígenas no cuentan con conectividad que les permita seguir con normalidad su curso escolar, me pregunto: ¿cómo explicarles que en realidad es una gran oportunidad para que tengan un aprendizaje significativo y retomen los conocimientos esenciales para la vida que pueden darle sus comunidades, como el cultivo de la milpa, la comprensión de la naturaleza, el arte y la conservación del territorio?
La crisis actual saca a la luz los problemas generados por el paradigma de civilización dominante y cuya solución no puede estar en la tecnología que apoya su expansión y que hoy se pinta como panacea. Es en los modos de vida que los pueblos indígenas mantienen y que les ha permitido sobrevivir durante miles de años, junto con los ecosistemas que habitan, donde tendríamos que buscar la respuesta.
Si la lección que nos deja la pandemia es que sobreviviremos gracias a la conectividad y a la tecnología y no nos damos cuenta de que, lo que nos salva, es que el modelo de civilización dominante aún no se haya expandido lo suficiente, entonces estamos perdidos.
El cómo será la “nueva normalidad” es una historia que escribiremos a partir de las lecciones aprendidas. Una de ellas es la resiliencia de las comunidades al encierro, la cual no está en sus sistemas de telecomunicaciones, de hecho, son las peor conectadas en la mayoría de los casos, sino que está en su forma de vida, a la que antes estábamos más cerca, pero de la que desafortunadamente nos hemos ido alejando e incluso convenciendo a muchas comunidades a alejarse de ellas.
Basado en este aprendizaje, quiero compartir algunas líneas sobre las que sueño podría trazarse una nueva normalidad:
Hasta donde sabemos, el coronavirus que produce la enfermedad Covid-19 está directamente relacionada con la afectación de los ecosistemas y la depredación de especímenes salvajes, el consumo de animales como el murciélago, esencial en la polinización.
La devastación de bosques y selvas se ha agudizado en los últimos años. Incluso presidentes como el de Brasil y Estados Unidos se han apartado de los discursos que consideraban al menos como un acto decencia hablar de la protección al ambiente y abiertamente se pronuncian por acciones que implican la destrucción de bosques y selvas. Las formas en las que se atenta contra ellos son múltiples y están a la vista de todos: talamontes, mineras, fraccionadoras, ductos, proyectos de energía.
El lugar donde me encuentro ahora mismo es una vasta zona de selva. Mirar al futuro parece desolador, pues al lado de los caminos de terracería aparecen mapas que indican los proyectos de urbanización. Me entristece pensar a dónde irán todas las especies que pueblan el lugar: tucanes, pericos, aves multicolor, iguanas, serpientes, zorros, venados y ranas. Me pregunto qué pasará con los virus que les acompañan, ¿tendremos otra mutación?
La nueva normalidad que sueño, establece esquemas de desarrollo urbano en donde se privilegia la conservación de la vida silvestre de la zona, se crean corredores biológicos, se establecen normas de construcción que disponen amplios porcentajes de zonas verdes o conservación. Un modelo donde se privilegia la vida, pero no solo en los reglamentos, sino también en la academia, en los colegios de ingenieros y arquitectos, en las escuelas y en los medios de comunicación, generando una nueva idea social de crecimiento, donde la conservación de los ecosistemas de las comunidades está por encima de la minería, la urbanización y el turismo.
La otra línea que nos muestran los pueblos indígenas es la producción sustentable de alimentos, que ha encontrado en la educación escolarizada su peor enemigo. Vemos cómo incluso se considera un logro que la niñez no deje de asistir a la escuela para ayudar al cultivo de la milpa. Si hacen esto, ¿cómo van a aprender a sembrar? ¿En su libro de texto? A sembrar se aprende sembrando, como a amar se aprende amando. Las ciudades se encuentran cada vez más desvinculadas de los alimentos que consumen. Esto ha ocasionado una pérdida de la cultura culinaria del país, que tiene como consecuencia una dieta menos diversificada o la adopción de dietas ricas en alimentos refinados y grasas proclives a causar obesidad, diabetes e hipertensión que, en esta pandemia, han sido factor esencial en la alta tasa de letalidad del virus en México.
La nueva normalidad la imagino con huertos urbanos en cada colonia, en donde la gente que no tenga espacio en su casa podría pedir un pedazo de tierra para producir alimentos de manera sustentable. Visité dos experiencias de este tipo en Washington y Estocolmo, y estoy seguro que mucha gente disfrutaría de algo similar en nuestras ciudades. Los espacios no tienen que ser muy grandes, como ejemplo está el Huerto Romita en la Ciudad de México que, en menos de 70 metros cuadrados, brinda un espacio de capacitación en técnicas de agricultura urbana.
La producción urbana de alimentos mediante técnicas amigables con el ambiente es un tema que deberíamos estar buscando implantar de manera generalizada en menos de cinco años. Estudios del Bank of America Merry Linch y del Banco Mundial, estiman que, a partir del progreso de la inteligencia artificial y la automatización, se perderán en las siguientes décadas el 47% de los trabajos en los Estados Unidos y en países como la India o Tailandia alrededor del 70%. Necesitaremos que las personas que no tengan trabajo al menos puedan alimentarse.
Imagino también una revaloración de la vocación de las zonas agrícolas cercanas a las ciudades, que las proteja de la urbanización y reconozca su importancia económica y cultural. En pocas palabras, que lo que consumimos en las ciudades provenga en mayor medida de estas mismas.
Una mayor valoración de la vida campesina, imagino, disminuirá la migración, con jóvenes que quieran quedarse en sus comunidades porque aprecian el valor de su tierra y las posibilidades que les brinda para vivir una vida buena.
La otra línea que trazaría la nueva realidad está en un cambio radical en la educación que ha tenido los peores resultados en esta pandemia. En lugar de aumentar la conectividad para que la escuela llegue a más personas, deberíamos reducir la carga laboral de profesores, alumnos y padres de familia, para que las familias puedan compartir más tiempo y aprender haciendo vida juntas.
Sobre todo, en este campo me parece que deberíamos estar menos conectados y no más. La realidad nos puede enseñar mucho, toda la naturaleza es una escuela. De quienes he escuchado las cosas más sabias ha sido de hombres y mujeres campesinas que apenas escribían o leían. Lo más importante que he aprendido ha sido con ellos y ellas, y es porque atienden a su entorno y son capaces de encontrar la respuesta a sus preguntas observando la naturaleza, no por sus consultas a Google o Wikipedia.
Vuelvo a la importancia de pasar más tiempo en familia. Fue mi abuela quien me enseñó las cosas más significativas de mi infancia, entre ellas, la cultura culinaria. Hace poco tuve el gusto de conocer a un destacado chef cuya carrera fue administración, pero la cocina la aprendió de su abuela. Recuerdo también que mi entendimiento de la Revolución y la independencia de México, no fueron a través de libros de texto de primaria, fueron los viajes a Guanajuato con mis abuelos en los que me contaban las historias, que a su vez habían escuchado de sus padres, sobre cómo se había forjado esta nación, las que me hicieron amarla y convencerme de trabajar por ella.
Mientras en México pensamos que es importante aumentar las horas de clase, en los países nórdicos se ha reducido la jornada escolar y la jornada de trabajo, para que se pueda pasar más tiempo en familia y los resultados en los niveles de aprendizaje son muy positivos.
Imagino una educación menos invasiva, que reconozca el vasto conocimiento que existe en las comunidades y deje el espacio para transferirlo. Pienso en una escuela menos enajenante que, en lugar de implantar conocimientos, establezca un diálogo que permita a las distintas culturas enriquecerse mutuamente.
Por último, creo que la nueva normalidad necesitaría una nueva arquitectura urbana. Otra de las lecciones aprendidas de las comunidades indígenas y campesinas, son sus asentamientos con un solar urbano y un área de siembra. Las casas son pequeñas, pero los patios son grandes, y en estos hay de todo: se siembra la hortaliza, se tienen animales de corral y las niñas y niños juegan, etcétera. Un encierro en esas zonas puede ser bastante agradable, además están las tierras agrícolas de las que ya he hablado más atrás.
En cambio, las ciudades muestran cada vez más los signos de hacinación, las viviendas modernas de la gente de ingresos altos asemejan hoteles, las de ingresos bajos a cárceles, pero ninguna cuenta con áreas verdes o cuando las tienen son muy reducidas. Los terrenos se cubren de cemento, las viviendas tipo hotel ofrecen piscina y roof garden, pero nada que te permita pisar el suelo o un jardín, y si este existe, no es ni el 10% de la superficie del terreno.
A pesar de que existen regulaciones que obligan a los desarrolladores a donar un porcentaje de la superficie del terreno que se va construir para áreas verdes, hoy en día, al menos en la Ciudad de México, se puede escapar fácilmente de esta obligación haciendo una aportación al fondo ambiental, tremenda sandez de quien piense que, en materia de medio ambiente, el dinero puede equiparar el valor de la tierra.
La nueva normalidad tendría mayores espacios verdes en las colonias, más parques, una mayor protección de los bosques urbanos, una nueva forma de construcción en la que todo terreno construido tuviera una porción de áreas verdes. En realidad, esta es una vuelta al principio: la conservación de los ecosistemas.
La nueva normalidad no tiene que estar dictada por los monopolios informáticos y sus discursos renovados sobre los beneficios del 5G, la inteligencia artificial y el Big Data. La nueva normalidad puede ser, si lo queremos, una que nos lleve más cerca de la naturaleza y para ello tenemos en las comunidades indígenas y campesinas grandes maestras.